jueves, 13 de diciembre de 2007


Psicoanálisis y psicoterapias en el mundo que nos toca vivir por

Edit Beatriz Tendlarz

En distintos lugares del planeta, existe hoy una duda sobre el estatuto de ese saber que es el inconsciente. Si incluso un cierto número de analistas ha llegado a dudar del psicoanálisis, parece explicable que muchos sujetos, aquejados por esa misma duda, se abalancen sobre prácticas más rápidas y más productivas. Al menos en apariencia, esto es así para quienes las eligen.

Cuando un paciente golpea una puerta, hay un sufrimiento que llama. Aquí convergen psicoanálisis y psicoterapias. A alguien le duele. Desde Lacan, podemos sostener que a partir de una cierta vacilación fantasmática la cosa cambió. Aquello que antes no resultaba ser problemático se transforma en problema: molesta, duele, desorganiza cierta homeostasis subjetiva.

En lo que van a resultar divergentes una práctica de la otra -las psicoterapias y el psicoanálisis- es en qué posición se ubican psicoterapeuta y psicoanalista.

Las psicoterapias se cuentan por decenas, desde el reforzamiento del yo hasta las terapias más breves. ¿Cuál es el principio de unificación?, ¿qué tienen en común? La clave, según Jacques-Alain Miller, se encuentra en que todas cuentan con la incidencia de la palabra del Otro. El elemento decisivo viene a ser que existe un Otro que dice qué es lo que hay que hacer, que aprueba, que dice sí, que dice “está bien”.

Desde la hipnosis hasta el Zen el uso de la palabra es, en todas las terapias, más o menos evidente. En todas ellas hay un Amo que vigila, que induce, que procura que el paciente se identifique con él por introyección. Es el maestro, desempeña el papel del modelo con el que identificarse. Todas las psicoterapias coinciden en ser terapias de la imagen de sí: según Miller, encuentran su fundamento en el estadio del Espejo. Pueden pasar por el movimiento del cuerpo o por su inmovilidad, pero lo esencial es siempre la sujeción a ese Otro al que se ve como modelo, otro sin barrar, y al que se considera, en la jerga de las psicoterapias, como a un “padre” o como a un ser capaz de brindar “contención” a los desamparados.

Cuando en las psicoterapias nos alejamos o directamente nos ahorramos el pasaje por el cuerpo, entramos en un área que presenta intersecciones con el psicoanálisis. Miller parte de la idea de que el psicoanálisis comparte con otras terapias ciertos efectos terapéuticos. Ha propuesto que para el Estado francés el psicoanálisis sería una forma de psicoterapia más.

Miller llama a estas psicoterapias “logoterapias”. La pregunta es ¿de qué se valen las logoterapias? En todas ellas juega el efecto hipnótico del significante. El significante “terapiza”, es un modo de tratamiento de lo real. Las psicoterapias en general ejercen efectos sobre todo en esta relación en la que se hace hablar al paciente.

Por una parte, se valen de los efectos dormitivos del significante, pero sobre todo, lo que había destacado Jacques Lacan, tratan de reubicar al yo en una función de dominio y de síntesis que el yo pierde cuando aparece el síntoma como aquello que viene de lo real.

La matriz de todas estas psicoterapias no corporales se da en la frase célebre “You are ok, I am ok”, título de un célebre best seller de los años 70, del psiquiatra transaccional Thomas A. Harris[1]. Aquí entra en función el rudimento de una técnica que consiste en instituir al Otro, investirlo del significante Amo para obtener de él un asentimiento: el significante que salva.

Lo que afirma Miller condice con la conferencia 16 de las Conferencias de Introducción al Psicoanálisis [2] donde Freud se las ve en dificultades cuando intenta separar lo que es la sugestión de la transferencia; otro tanto ocurre, con más detalle, en la conferencia 28[3]. En este último texto se pregunta: “¿Por qué en la terapia psicoanalítica no nos servimos de la sugestión directa? ya que admitimos que nuestra influencia se basa esencialmente en la transferencia, es decir, en la sugestión”. Aquí podemos ver ese límite donde se encuentran psicoterapias y psicoanálisis, según la caracterización de Miller.

Se ha llegado a decir que en el psicoanálisis la sugestión es inclusive más pura: ha sido el caso de los analistas posfreudianos, que se alejaron de Freud. Para Lacan, existe, en cambio, la ética del psicoanálisis: el deseo del analista es un deseo diferente que el de ser el amo. En este deseo, dice Lacan, hay un enigma.

Aquí nos encontramos en las puertas del análisis. Esto quiere decir que de la posición del analista dependerá la entrada del análisis. Si el analista se identifica con la posición de un psicoterapeuta, cierra esas puertas. Solamente si se niega a la psicoterapia, se abrirán las dimensiones analíticas del discurso.

El tratamiento analítico se sirve también de la sugestión, pero no solamente, mientras que las psicoterapias se basan puramente en ella, más aún, únicamente en ella. Por aquí pasa la línea de clivaje entre uno y otros.

Lacan señala que nadie ignora que en la dirección de la cura “el secreto del análisis” debe buscarse en “el manejo de la transferencia”[4]. El analista según Lacan paga “algo para sostener su función. Paga con palabras – sus interpretaciones. Paga con su persona, en la medida en que, por la transferencia, es literalmente desposeído de ella”[5]. Lo que separa al tratamiento analítico de aquel otro basado puramente, únicamente en la sugestión – según ya lo había indicado Freud -, es que finalmente el análisis desmonta la sugestión, deconstruye la transferencia. En los tratamientos que se apoyan sólo en la sugestión, como la hipnosis, se mantiene, hasta el final, instalado el andamiaje de la sugestión; por el contrario, el psicoanálisis que prevé un final de análisis, al concluir deja desarmada a la transferencia. En relación a esta cuestión Miller, siguiendo a Lacan, propone una salida a la posición de la sugestión. Esa salida gira en torno a lo que Lacan llama “deseo del analista”. En este punto justamente es donde se opone a la orden del hipnotizado.

Por la sugestión, el psicoterapeuta trabaja con la cuestión del ideal del yo, le vende al yo una imagen amable: es la cuestión misma del estadio del espejo, el niño que reconoce su imagen en el espejo a partir de la imagen de su madre. La terapia sugestiva repite ese momento original, donde se enamoró de su madre especular.

No sólo importa la imagen especular para el niño en la constitución del yo, sino también aquel que porta al niño en brazos, en el lugar del ideal del yo. Le indica a ese niño “el que está en el espejo sos vos”. No hay reconocimiento de la imagen especular sin esa orden, sin esa sugestión que proviene del lugar del ideal del yo.

En la hipnosis propiamente hablando, también aparecen estos tres lugares. Tenemos al hipnotizador que viene a ocupar el lugar del ideal del yo, tenemos al hipnotizado, pero ¿a qué se identifica este hipnotizado sino a la imagen amable que el hipnotizador le vende? Y si le ordena que maúlle, el sujeto hipnotizado lo hace. En este ejemplo podemos ver cómo juegan los tres lugares del estadio del espejo, el yo, el yo ideal y el ideal del yo. La práctica de la hipnosis, la práctica sugestiva comporta esta tríada, de algún modo siguiendo a Miller. Es una tríada que está ligada a la estructura del lenguaje, porque la estructura del lenguaje es sugestiva. El psicoanalista tiene que saber esto, ya que eventualmente no sólo por decirse psicoanalista él va a poder no sugerir, no hipnotizar. A veces ni siquiera con los silencios deja de sugerir el analista: a veces, no hay nada más sugestivo, sugestionador, hipnotizador, que el silencio.

¿Cuál es la única salida a la posición de la sugestión? La salida consiste en un analista deseante; lo que Lacan llama “deseo el psicoanalista”. El deseo del psicoanalista se opondría aquí a la orden del hipnotizador, no al silencio del analista.

Desde la perspectiva del Estado, sea el francés en el caso de Miller o el argentino en el nuestro, hay que decir que el psicoanalista no resulta identificable. Es decir que el discurso del amo es el reverso del discurso del analista[6]. Solamente puede ser el analista identificado por el Estado en aquella intersección que mencionábamos entre psicoanálisis y psicoterapias, esto es en la medida que se encuentra en la posición de ejercer una terapia por identificación.

Si el Estado tiende a identificar psicología y psicoanálisis con psicoterapias, es porque prolonga a una identificación histórica de los pos freudianos que confundían psicoanálisis y medicina. De esta manera, adjudica al dispositivo analítico la finalidad de curar. En esta definición, se confunde psiquismo y funcionamiento del cerebro, con lo cual se piensa que la curación sirve para que el sujeto se incorpore nuevamente de manera útil a la sociedad.

Sin embargo, el inconsciente es diferente del psiquismo: el inconsciente no es un órgano. Freud decía que había que buscarlo en las profundidades, mientras que Lacan, apoyándose sobre el estructuralismo lingüístico de Ferdinand de Saussure, dirá que el inconsciente ha de buscarse en el discurso mismo. Y el psicoanálisis se ocupa del inconsciente, no del psiquismo. No se trata de adaptar al sujeto a una realidad construida fantasmáticamente, ni de reincorporar el pleno funcionamiento del principio del placer que asegure una regulación psíquica.

Miller ha partido así de la idea central de que hay efectos terapéuticos que el psicoanálisis comparte con otras psicoterapias. En general, no obstante, las psicoterapias se sirven de los efectos dormitivos del significante. Lacan subraya, como dijimos, que tratan de devolver al yo una función de dominio que el yo pierde cuando aparece un síntoma: algo que perturba, que molesta, que angustia, que funciona como una fuente de padecimiento.

Es decir, algo del fantasma ha vacilado, eso que servía al sujeto para adormecerse en una significación coagulada que gobernaba su vida, ha caído.

Aquello que incumbe a la clínica psicoanalítica es discriminado claramente por Miller: el psicoanálisis es una clínica bajo transferencia, donde hay efectos propios, y el deseo sirve de guía para lo terapéutico en la operación analítica. El psicoanálisis abre la posibilidad del encuentro del sujeto con su deseo.

Se pueden considerar dos niveles de efectos terapéuticos propiamente analíticos. Un primer nivel de efecto terapéutico que se consigue en la entrada a análisis, a menudo después de algunos encuentros, algunas sesiones y que no debe confundirse con una curación, y otro que se considera a la salida del análisis. Existe una terapéutica de la entrada y otra de la salida.

Si nos ubicamos en algunos posibles efectos terapéuticos de la entrada al análisis, esto nos lleva a pensar en un analista que sostenga el dispositivo, y aquí entra en juego la cuestión del deseo del analista. Sin embargo, éste no es un deseo desmesurado de que todos entren en análisis. En relación a esto, Lacan sostiene que el deseo del analista puede operar de manera totalmente diferente en un caso y en otro. El analista hace una apuesta y seguramente habrá casos donde lo conveniente será justamente no tocar cuestiones relativas a algunos síntomas que pueden, a veces, funcionar como estabilizadores en la estructura.

Otro de los campos de los cuales se puede advertir la confusión entre psicoanálisis y medicina es en la medicalización farmacológica de la vida por medio de los psicotrópicos. Es realmente notoria la manera en que en los países desarrollados la medicación antidepresiva y ansiolítica se consume diariamente taponando cualquier interrogante que pueda surgir en el sujeto. Esta fuerte tendencia hacia la medicalización ha provocado que cada vez más surjan nuevas medicinas alternativas que barren con muchas psicoterapias, incluso con el psicoanálisis.

Cada vez más aparecen manuales de autoayuda referidos incluso a nuevas patologías como ser el síndrome de déficit de atención y trastornos de hiperactividad. Esta patología, inventada en Estados Unidos, como tantas otras, empuja al consumo de ciertas drogas como tratamiento inequívoco, incluso en niños pequeños.

En este punto, los psicoanalistas tratamos de alertar a la comunidad para que no nos quiten la posibilidad de que sea respetada nuestra condición de sujetos parlantes.

Donde lo singular, lo diferente, que puede emerger sólo a condición de que la palabra se despliegue en el encuentro con un psicoanalista, con aquel que ofrezca una escucha.

Cada vez más nuevos síntomas, síntomas nuevos que padecen los sujetos y el sufrimiento que esto conlleva. Cada día sujetos más narcotizados, con desconocimiento del sentido de sus síntomas en oposición a la ética del psicoanálisis que empuja a un saber sobre los síntomas y a un saber hacer

con ellos.

El psicoanalista lacaniano no está muerto, sino que por el contrario es un analista deseante. En todo caso, el psicoanalista, por operar con los significantes, comparte con el resto de las psicoterapias un efecto terapéutico, en el que reconoce el hecho de que el lenguaje hipnotiza. Ahora bien, ¿existen efectos propiamente analíticos? Nuestra intención es recortar en la práctica intervenciones que operan sobre el síntoma, modificaciones que no se valgan en principio de lo sugestivo.

A la perspectiva de las psicoterapias que buscan desembocar en un reforzamiento yoico, el psicoanálisis busca la posibilidad de que a lo que viene de lo real no se le oponga el reforzamiento del yo, sino una vía que abra el encuentro del sujeto con su deseo.

Ante las psicoterapias, ¿cuál ha de ser la ética del psicoanálisis? Miller formula una deontología en tres deberes. El psicoanálisis nunca fue hegemónico. Porque no puede llamarse psicoanálisis al hecho de que los psicólogos salgan de la universidad y se pongan a analizar. Efectivamente ha dejado de ser hegemónico, porque tiene que definirse como algo. El psicoanálisis tuvo su momento de nebulosa total, en el cual pudo parecer que todo era psicoanálisis, que cualquier persona que tiene los Escritos de Lacan es lacaniano.

De esta manera, Miller formula que el primer deber del psicoanalista es precisamente ser un psicoanalista. Esto sólo puede ser garantizado en el interior de la comunidad analítica, lo que se llama una Escuela.

El segundo deber consiste en advertir a la opinión pública sobre qué es un psicoanalista. A diferencia del psicoterapeuta, el analista no prejuzga qué le falta a alguien con respecto a un supuesto modelo, a un discurso amo. No prejuzga que las mujeres deban casarse, ni que deban tener hijos, ni que los hijos deban imitar a los padres u oponerse a ellos. No prejuzga. A diferencia de los tratamientos psicoterapéuticos, la cura analítica no asegura la felicidad, ni la integración, ni la armonía, ni la satisfacción, ni el desarrollo de la personalidad ni de las funciones clave del yo, ni el aumento de la vitalidad.[7] El analista sólo puede prometer, llegado el caso una rectificación subjetiva del analizante, que se vuelve responsable de su propia vida. Como comenta su análisis el novelista Pierre Rey en Una temporada con Lacan: “Después de una travesía que había durado diez años, el barquero había llevado al caminante pasajero sano y salvo hasta la otra orilla”[8].

Por último, el tercer deber del psicoanalista que menciona Miller es la responsabilidad por conservar una proporción entre las capacidades del sujeto y los efectos analíticos. Es decir que el analista puede morigerar los efectos analíticos guiado por razones terapéuticas. Miller plantea el siguiente ejemplo: “¿Qué debe hacer cuando se descubre que para un sujeto el plus-de-gozar está intrínsecamente ligado a la muerte del Otro?”[9]. El analista, en nombre del deseo de saber, puede hacer de la vida un valor: se trata de que el psicoanálisis de alguien pueda continuar. En el Seminario I, Lacan indica que el final de análisis se trata “de un crepúsculo, de un ocaso imaginario del mundo, incluso de una experiencia que limita con la despersonalización. Es entonces cuando lo contingente cae –el accidente, el traumatismo, las dificultades de la historia-. Y es entonces el ser el que llega a constituirse”[10].



[1] Thomas A. Harris, You are ok , I am ok. Nueva York: Avon, 1976.

[2] Sigmund Freud, Conferencias de Introducción al Psicoanálisis [1916-17], “16ª conferencia: Psicoanálisis y Psiquiatría”. En Obras Completas XVI, Buenos Aires: Amorrortu, 1976, pp. 223-234.

[3] Sigmund Freud, op. cit., pp. 408-21.

[4] Jacques Lacan, “La dirección de la cura y los principios de su poder”, en Escritos 2. Buenos Aires: Siglo XXI, 1985, pp. 565-626.

[5] Jacques Lacan, Seminario VII: La ética del psicoanálisis. Buenos Aires-Barcelona: Paidós, 1988, p. 347.

[6] Cf. Jacques Lacan, Seminario XVII: El reverso del Psicoanálisis. Buenos Aires-Barcelona: Paidós, 1992.

[7] Para una visión general de lo que prometen hoy las psicoterapias, cf. el manual clásico actualizado por Michael J. Lambert, Bergin and Garfield's Handbook of Psychotherapy and Behavior Change. Nueva York: Willey, 2003, 5ª ed.

[8] Pierre Rey, Una temporada con Lacan. Barcelona: Seix Barral, 1990, p.188.

[9] Jacques -Alain Miller, “Psicoterapia y Psicoanálisis”, en Registros, tomo azul, año 3, p.9. Cf. también Jacques -Alain Miller, “Las contraindicaciones al tratamiento psicoanalítico”, en El Caldero de la Escuela 69. Buenos Aires: EOL, 1999, pp.7-12.

[10] Jacques Lacan, Seminario I: Los escritos técnicos de Freud. Buenos Aires: Paidós, 1981, p.339.

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